Tal intensidad se esparce en estas hojas, a las que quise volver después de ese espectáculo, no sólo a todo lo que de felicidad transmite, sino también a aquellas horas donde la tristeza, la soledad, las despedidas e incluso la muerte también están presentes. Pero de un modo que hace posible atravesar un umbral al que a veces, uno se resiste... y allí se despliega en otra dimensión que no hay manera de alcanza cierta hondura si uno no atraviesa esa primera capa de dolor que toda pérdida lanza como un latigazo. Ciertamente, evitar las despedidas, quizás suponga ahorrar ciertos sentimientos... Pero en este cuaderno, aquella adulta que narra con la inocencia de aquella niña, que lleva a cabo el desafío de desprenderse en este caso, de una casa, de unos árboles, de una ciudad, se pregunta cómo es posible la vida sin desprenderse de lo que se ha perdido; cómo alcanzar tal hondura sin dejar ir lo perdido...
Otra hoja más de estos Cuadernos de infancia:
Inclinadas sobre los últimos baúles, los ojos doloridos de llorar tanto, la madre aseguraba algún cerrojo, incluía algún objeto olvidado. Nosotras vigilábamos sus idas y venidas, aguardando la oportunidad en que se hallara ocupada por largo tiempo, para salir al jardín. Cuando la vimos detenerse frente a la mesa con un sinnúmero de papeles en las manos, cambiamos la señal convenida, y a los pocos instantes nos reuníamos en el camino de álamo que bordeaba la quinta.
- "Empecemos por el lado del portón" -anunció Irene.
La sombra de los troncos apenas permitía que las nuestras, mucho más pequeñas y delgadas, se acostaran a grandes intervalos sobre la tierra.
Ya junto a la puerta dejamos que Irene se distanciara algunos metros de nosotras. Marta iba detrás, seguida de Georgina, Susana y yo, todas atemorizadas por la oscuridad, por las figuras extrañas que la luna creaba entre las ramas.
Era la última noche que pasábamos en Mendoza, y por separado, habíamos coincidido en el deseo, en la ternura de despedirnos, uno por uno, de los árboles familiares que no veríamos más.
La figura de Irene disminuía junto a los grandes troncos y su cabeza se acercaba a ellos, momentáneamente. Un poco más atrás, nosotras hacíamos lo mismo; besábamos la corteza áspera de una rama, la dulzura fresca y húmeda de una hoja que nos rozaba el rostro. A veces era necesario que nos alzáramos sobre la punta de los pies, para alcanzar una rama muy alejada. Otras, procurábamos que un tronco demasiado rugoso no nos lastimara los labios.
Cuando regresamos a la casa, ninguna de nosotras se atrevió a hablar y nos dirigimos, en silencio, hasta nuestros cuartos.
Una vez en la cama, me pareció que la despedida debía de haberse prolongado, y desde aquella noche conocí la voluptuosidad peculiar que poseen las despedidas. Al imaginarme en víspera de una larga ausencia, recorría, con toda minuciosidad, el ambiente, los gestos de ternura, las frases que yo pronunciaría si me era dado irme alguna vez. Sospechaba que nada era capaz de alcanzar el tono de tristeza murmurada y lenta que rodea a las despedidas, y al alargarlas indefinidamente, las obligaba a retornar, para que se iniciaran de nuevo, en aquella curva del tren que nos entrega, de pronto, la misma ventanilla, en aquel viraje del barco que nos acerca, una vez más a la persona que se halla en la proa, y al prever que me despidiría de alguien, cuidaba que las escenas se repitieran, que los abrazos no terminasen nunca, que siempre apareciese el minuto insospechado y extraordinario de recobrar una boca, de decir adiós con un tono ya habituado a la tristeza.
¿Cómo es posible, solía preguntarme, que alguien eluda esa emoción por no enfrentarse con la pesadumbre que sobreviene un día, una noche, en que las cosas adquieren mayor hondura, en que uno se siente más bueno, más solitario...?
Mientras besaba los árboles de Mendoza, ya iba al encuentro de ese fervor que me procuraron siempre las despedidas, pero aquella noche, al acostarnos, sin decirnos nada, ni sospechábamos que, quince años más tarde, repetiríamos ese gesto con los viejos árboles de la calle Tronador.
NORAH LANGE (Argentina, 23/10/1905 - 04/08/1972)
Extraído de: CUADERNOS DE INFANCIA, Ed. Losada, Buenos Aires, 9º Ed. 1994. (Primera edición 1957)
- "Empecemos por el lado del portón" -anunció Irene.
La sombra de los troncos apenas permitía que las nuestras, mucho más pequeñas y delgadas, se acostaran a grandes intervalos sobre la tierra.
Ya junto a la puerta dejamos que Irene se distanciara algunos metros de nosotras. Marta iba detrás, seguida de Georgina, Susana y yo, todas atemorizadas por la oscuridad, por las figuras extrañas que la luna creaba entre las ramas.
Era la última noche que pasábamos en Mendoza, y por separado, habíamos coincidido en el deseo, en la ternura de despedirnos, uno por uno, de los árboles familiares que no veríamos más.
La figura de Irene disminuía junto a los grandes troncos y su cabeza se acercaba a ellos, momentáneamente. Un poco más atrás, nosotras hacíamos lo mismo; besábamos la corteza áspera de una rama, la dulzura fresca y húmeda de una hoja que nos rozaba el rostro. A veces era necesario que nos alzáramos sobre la punta de los pies, para alcanzar una rama muy alejada. Otras, procurábamos que un tronco demasiado rugoso no nos lastimara los labios.
Cuando regresamos a la casa, ninguna de nosotras se atrevió a hablar y nos dirigimos, en silencio, hasta nuestros cuartos.
Una vez en la cama, me pareció que la despedida debía de haberse prolongado, y desde aquella noche conocí la voluptuosidad peculiar que poseen las despedidas. Al imaginarme en víspera de una larga ausencia, recorría, con toda minuciosidad, el ambiente, los gestos de ternura, las frases que yo pronunciaría si me era dado irme alguna vez. Sospechaba que nada era capaz de alcanzar el tono de tristeza murmurada y lenta que rodea a las despedidas, y al alargarlas indefinidamente, las obligaba a retornar, para que se iniciaran de nuevo, en aquella curva del tren que nos entrega, de pronto, la misma ventanilla, en aquel viraje del barco que nos acerca, una vez más a la persona que se halla en la proa, y al prever que me despidiría de alguien, cuidaba que las escenas se repitieran, que los abrazos no terminasen nunca, que siempre apareciese el minuto insospechado y extraordinario de recobrar una boca, de decir adiós con un tono ya habituado a la tristeza.
¿Cómo es posible, solía preguntarme, que alguien eluda esa emoción por no enfrentarse con la pesadumbre que sobreviene un día, una noche, en que las cosas adquieren mayor hondura, en que uno se siente más bueno, más solitario...?
Mientras besaba los árboles de Mendoza, ya iba al encuentro de ese fervor que me procuraron siempre las despedidas, pero aquella noche, al acostarnos, sin decirnos nada, ni sospechábamos que, quince años más tarde, repetiríamos ese gesto con los viejos árboles de la calle Tronador.
NORAH LANGE (Argentina, 23/10/1905 - 04/08/1972)
Extraído de: CUADERNOS DE INFANCIA, Ed. Losada, Buenos Aires, 9º Ed. 1994. (Primera edición 1957)
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