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domingo, 28 de diciembre de 2008

Después del viento Al borde del tapiz. Mariana Docampo. Ed. Simurg, 2001


Ahora no se mueve una sola gota de viento. Hay una multitud de pájaros como un coro, y el sonido vaporoso del bosque afuera. El vaivén ha cesado. Todo guarda una calma absoluta. Todo, incluso yo, inmersa en esta luminosa mañana que se derrama a bocanadas a través de los huecos infinitos. El viento llega por la noche, golpea las entrañas mismas del palacio. Se introduce lentamente por las ventanas y luego estalla en cataratas altísimas, se hace diminuto, se desliza por debajo de las puertas y quiebra el ventanal. El viento por todas partes, desde distintos rincones, con frecuencias distintas, choca, embate contra los muros, se agita como un gigante encadenado y luego cae, se desmorona con violencia, se hace trizas contra el piso. Mariana Docampo. foto: Valentina RebasaPero esta mañana ha amanecido detenida. La noche parece haber sido olvidada por todos. Bajo a la aldea por la callecita lateral que la une al palacio. Los árboles están intactos. Dos caballos beben agua de un cántaro que no parece haber sufrido el furor del viento nocturno. Un anciano sonríe su boca desdentada y camina flameando en la soledad. Pienso que el menor de los soplos que sacudió el corazón del palacio aquella noche pudo haberlo derribado en un instante. Y sin embargo, camina con la levedad de una hoja. Se deja llevar por su bastón, pacíficamente, como si aun tuviera la vida por delante, o tal vez otra vida, más alta, destilada por la luz del cielo. Mi falda roza la tierra. Las pequeñas ramas crujen bajo mis zapatos. Sigo el curso del río que se aviva por momentos, y estalla en círculos minúsculos para continuar luego su curso. Tantos han vivido antes que yo, tantos con la misma absurda idea de estar inaugurando el mundo.
Un niño está sentado sobre una piedra, con los pies un poco hundidos en el agua, con los pantalones arremangados y una camisa blanca. Sus ojos se suspenden sobre el otro lado del río, como dos gotas de lluvia. Tengo la impresión de habe vivido alguna vez el sueño de la infancia. Tengo recuerdos situados muy lejos, recortados en la memoria como si fueran imágenes vistas a la distancia. Pero la proximidad del niño me agrada. Me siento tentada de intercambiar opiniones con él. Después de todo, tampoco él parece haber sentido el viento de la noche. El sendero asciende un cerro bajo y yo sigo fielmente la huella. Hay algunas nubes en el cielo, nubes que uno podría cortar con el filo de las manos, como si fueran espuma, nuebes que dan la impresión de poder estirarse hasta diluirse en el fondo azul, en la sustancia profunda del cielo. Desde la cima la aldea parece vacía. Un humo negro se desprende de un techo, como si estuviera fijo en la tela. Las casitas forman un círculo que comienza a desperdigar sus contornos. Entonces me gustaría echarme en la tierra y pasar la mañana tibia respirando el olor del pasto. Desde aquí, desde lo alto de un cerro bajo que licua las formas del mundo. Soberbias de la vida. Hasta hoy nunca había sentido la fugacidad de mi existencia. Y es que es tan claro. Hoy comienzo a envejecer. Yo que siempre he sido joven comienzo a envejecer, hoy, bajo un cielo azul, me siento expuesta a lo irreversible. El sol se abandona sobre las hojas de los árboles y acaricia los colores suavemente. Hay pájaros inútiles como la vida misma que embellecen el aire. Hay formas vaporosas en el horizonte, formas de una belleza gratuita y zigzagueante. Me siento feliz de estar viva, feliz de formar parte -por diminuta que sea- de esta vida, de haber sido expulsada sin pedirlo de un seno infinito. El mayor misterio, el mayor abismo, la vida. Vivir y perecer después del viento.

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Mariana Docampo
(Argentina, 1973)

Extraído de: AL BORDE DEL TAPIZ. Ediciones Simurg, Bs.As., 2001
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