Y fue a partir de la lectura de otro que llegó a mí.
Guardo grabaciones de varios programas de aquella época y elegí ésta, traerla aquí, a esta cartografía, aquellas huellas sonoras en esta reescritura.
Otra búsqueda de un padre, que no habla sino de los padres y nuestras búsquedas en tanto hijos; en mi caso, cuando todavía están.
Han pasado muchos años desde aquella primera vez que escuché por radio aquel programa; han pasado varias lecturas de aquel mismo texto, diferentes cada vez... tanto él como yo; pero lo que no ha cambiado es la fuerza de esa escritura, de aquel libro de Auster y lo que la voz de Jorge Lanata pudo transmitirme de esa fuerza. Lectura de entonces acompañada por la música en piano de Glenn Gould tocando a Bach y Las variaciones Goldberg.
Hubo una noche y un programa de radio que convocó a mi lectura irremediable de la obra de Auster.
Aprieto “play” y la cinta del casette comienza a rodar…
“Escuchar…
El de hoy y el de mañana son programas para escuchar.
Hace muchos años había en Radio Nacional un espacio que se llamaba: “El libro leído para Ud.” A mí siempre me fascinó esa locura de un locutor o una locutora que nadie conocía sentado frente a un micrófono leyendo algún clásico ruso, o alguna novela de Cervantes o algún cuento de Borges. Día tras día… no me acuerdo si eran quince minutos o media hora: “El libro leído para Ud.”
Y era todavía más raro si uno pensaba que la radio tenía veintipico o treinta filiales en el interior. Y que la gente que podía escuchar ese libro, era gente que vivía en las situaciones más disímiles.
¿Vos podrás escuchar dos días que te lea un libro?
Consejos: seguí así a oscuras, buscate algún sillón cómodo o la cama… ¿y si te dormís? Vos sabés que Bach escribió esto que estamos escuchando “Las variaciones Goldberg” tocadas por Glenn Gould para un señor, Goldberg, que se quería dormir y que le pagó a Bach la composición de esto.
Pero no podés dormirte con Glenn Gould tocando a Bach o con Paul Auster escribiendo “La invención de la soledad”. ¿Podrás escuchar?”
"Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia. Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.
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Recibí la noticia de la muerte de mi padre hace tres semanas. Fue un domingo por la mañana mientras yo le preparaba el desayuno a Daniel, mi hijito. Arriba, mi mujer todavía estaba en la cama, arropada entre las mantas, disfrutando de unas horas más de su sueño. Invierno en el campo: un mundo de silencio, leños humeantes, nieve. No podía dejar de pensar en las líneas que había escrito la noche anterior y esperaba con impaciencia la tarde para volver al trabajo. Entonces sonó el teléfono y supe en el acto que habría problemas. Nadie llama un domingo a las ocho de la mañana si no es para dar una noticia que no puede esperar, y una noticia que no puede esperar es siempre una mala noticia.
No se me ocurrió un solo pensamiento noble.
Incluso antes de hacer las maletas para emprender las tres horas de viaje hacia Nueva Jersey, supe que tendría que escribir sobre mi padre. No tenía un plan ni una idea precisa de lo que eso significaba; ni siquiera recuerdo haber tomado una decisión consciente al respecto. Pero la idea estaba allí, como una certeza, una obligación que comenzó a imponerse a sí misma en el preciso instante en que recibí la noticia de su muerte. Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo de prisa, su vida entera se desvanecerá con él.
Al mirar hacia atrás, incluso ahora que sólo han pasado tres semanas, me parece una reacción muy extraña. Siempre había imaginado que la muerte me atontaría, que el dolor me inmovilizaría por completo. Pero cuando por fin ocurrió, no derramé ni una lágrima, ni sentí como si el mundo se desmoronara a mi alrededor. En cierto modo, y a pesar de su carácter repentino, parecía asombrosamente preparado para aceptar esta muerte. Lo que me preocupaba era otra cosa, algo que no tenía que ver con la muerte ni con mi reacción ante ella: la certeza de que mi padre se había marchado sin dejar ningún rastro.
No tenía esposa ni familia que dependiera de él, nadie cuya vida fuera a verse alterada por su ausencia. Tal vez provocara un breve instante de sorpresa en alguno de sus escasos amigos, tan impresionados por la idea de los caprichos de la muerte como por la pérdida de un camarada, después de corto período de duelo, y luego nada. Con el tiempo sería como si nunca hubiera existido.
Había estado ausente incluso antes de su muerte y hacía tiempo que la gente que lo rodeaba había aprendido a aceptar su ausencia, a tomarla como una cualidad inherente a su personalidad. Ahora que se había ido, no sería difícil hacerse a la idea de que su ausencia sería definitiva. La naturaleza de su vida había preparado al mundo para su muerte –una especie de muerte prevista-, y cuando lo recordaran, si es que alguien lo hacía, sería de una forma imprecisa, sólo imprecisa.
Incapaz de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una idea o una persona, no había podido o no había querido mostrarse a sí mismo bajo ninguna circunstancia y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la vida, para evitar sumergirse en el torbellino de las cosas. Comía, iba a trabajar, tenía amigos, jugaba al tenis; pero a pesar de todo no estaba allí. Era un hombre invisible, en el sentido más profundo e inexorable de la palabra. Invisible para los demás, y muy probablemente para sí mismo. Si cuando estaba vivo no hice otra cosa que buscarlo, intentar encontrar al padre que no estaba, ahora que está muerto siento que debo seguir con esa búsqueda. Su muerte no ha cambiado nada; la única diferencia es que me he quedado sin tiempo.”
(hasta aquí la transcripción de este texto que no fue la terminación de las grabaciones, pero me pareció oportuno detenerlo aquí)
Paul Auster: de La invención de la soledad: Retrato de un hombre invisible, Ed. Anagrama, 1994, Barcelona
Bach, The Goldberg Variations Glenn Gould, CBS, 1982
Me gustó mucho este post de ese libro y los otros también, encontré el blog porque me acordé mágicamente del nombre y desde allí cada tanto veo tus actualizaciones.
ResponderBorrarSaludos,
Pato.
Susana, no se como agradecerte esta trascripción…no tenia idea de que se trataba el libro, pero en esta búsqueda enceguecida de un titulo que había llamado mi atención, ahora me doy cuenta que en realidad el libro me buscaba a mi, este momento no veo la hora o el día que definitivamente nos encontremos, gracias por este post, sinceramente gracias.
ResponderBorrarValió la pena volver a tu blog.