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sábado, 13 de mayo de 2006

Rainer María Rilke

Rainer María Rilke

(Praga, 1875 - Suiza, 1926)

"Las Cartas a un joven poeta comprende un tramo cronológico fundamental en la evolución intelectural de Rainer María Rilke. Convertidas desde su primera edición en un clásico para todos aquellos que aman la escritura, y en particular la poesía, estas cartas (10) tiene el gran valor de una reflexión acerca de los estados de ánimo, la soledad, el acto de la creación y, sobre todo, la literatura en toda su dimensión."

Cartas a un joven poeta

Carta VIII
Borgeby Gard, Fladie (Suecia), 12 de agosto de 1904

Quiero volver a hablarle un rato, querido señor Kappus, aunque yo casi nada sepa decirle que pueda procurarle algún alivio. Ni siquiera algo que alcance a serle útil. Usted ha tenido muchas y grandes tristezas, que ya pasaron, y me dice que incluso el paso de esas tristezas fue para usted duro y motivo de desazón. Pero yo le ruego que considere si ellas no han pasado más bien por en medio de su vida misma. Si en usted no se transformaron muchas cosas. Y si, mientras estaba triste, no cambió en alguna parte -en cualquier parte- de su ser. Malas y peligrosas son tan sólo aquellas tristezas que uno lleva entre la gente para sofocarlas. Cual enfermedades tratadas de manera superficial y torpe suelen eclipsarse para reaparecer tras breve pausa, y hacen erupción con mayor violencia. Se acumulan dentro del alma y son vida. Pero vida no vivida, despreciada, perdida, por cuya causa se puede llegar a morir.
Si nos fuese posible ver más allá de cuanto alcanza y abarca nuestro saber, y hasta un poco más allá de las avanzadillas de nuestro sentir, tal vez sobrellevaríamos entonces nuestras tristezas más confiadamente que nuestras alegrías.
Pues son ésos los momentos en que algo nuevo, algo desconocido, entra en nosotros. Nuestros sentidos enmudecen, encogidos, espantados. Todo en nosotros se repliega. Surge una pausa llena de silencio, y lo nuevo, que nadie conoce, se alza en medio de todo ello y calla...
Yo creo que casi todas nuestras tristezas son momentos de tensión que experimentamos como si se tratara de una parálisis. Porque ya no percibimos el vivir de nuestros sentidos enajenados, y nos encontramos solos con lo extraño que ha penetrado en nosotros. Porque se nos arrebata por un instante todo cuanto nos es familiar, habitual. Y porque nos hallamos en medio de una transición, en la cual no podemos detenernos.
Por eso pasa la tristeza. Lo nuevo que está en nosotros, lo recién llegado, se nos entra en el corazón, se desliza en su cámara más recóndita, y ya tampoco está allí: está en la sangre. Y no alcanzamos a saber lo que fue... Sería fácil hacernos creer que no sucedió nada. Sin embargo nos transformamos como se transforma una casa en la que ha entrado un huésped. No podemos decir quién ha llegado. Quizás nunca logremos saberlo. Pero muchos indicios nos revelan que el porvenir entra de ese modo en nuestra vida para transformarse en nosotros mucho antes de acontecer. Por esto es tan importante permanecer solitario y alerta cuando se está triste. Pues el instante aparentemente yerto y sin suceso en que el porvenir nos penetra, se halla mucho más cerca de la vida que aquel otro momento, ruidoso y accidental, en que el futuro nos acaece como si proviniese de fuera.
Cuanto más callados, cuanto más pacientes y sinceros sepamos ser en nuestras tristezas, tanto más profunda y resueltamente se adentra lo nuevo en nosotros. Tanto mejor lo hacemos nuestro, y con tanto mayor intensidad se convierte en nuestro propio destino. Así, cuando más tarde surge el día en que lo futuro “acontece” -es decir: cuando al brotar de dentro de nosotros pasa a los demás-, nos sentimos íntimamente más afines, más allegados a él. ¡Esto es lo que hace falta! Hace falta -y a eso ha de tender paulatinamente nuestro desarrollo- que no nos suceda nada extraño, sino tan sólo aquello que desde mucho tiempo atrás nos pertenezca. ¡Se ha tenido que revisar y rectificar ya tantos antiguos conceptos acerca de las leyes que rigen el movimiento! Se aprenderá también a reconocer poco a poco que lo que llamamos destino pasa de dentro de los hombres a fuera, y no desde fuera hacia dentro. Sólo porque tantos hombres no supieron asimilar y transformar en su interior, cada cual su propio destino, mientras éste vivía en ellos, no alcanzaron tampoco a conocer lo que de ellos salía. Les era tan ajeno, tan extraño, que ellos, llenos de pavor y de confusión, creían que debía de habérseles entrado en aquel mismo instante en que se percataban de su presencia. Pues hasta juraban que jamás antes habían descubierto nada parecido en sí mismos. Así como durante mucho tiempo hubo error acerca del movimiento del sol, sigue aún el engaño sobre el movimiento de lo venidero. El porvenir está ya fijo, querido señor Kappus, mas nosotros nos movemos en el espacio infinito. ¡Cómo no habría de resultarnos todo muy difícil...!
Volviendo a hablar de la soledad, aparece cada vez más claramente que ella no es en rigor, nada que se pueda tomar o dejar. Y es que somos solitarios. Uno puede querer engañarse a este respecto y obrar como si no fuese así; esto es todo. ¡Pero cuánto más vale reconocer que somos efectivamente solitarios, y hasta partir de esta base! Así, por cierto, ocurrirá que sintamos vértigo, pues nos vemos privados de todos los puntos de referencia en que solía descansar nuestra vista. Ya no hay nada cercano. Y todo lo que es lejano está infinitamente lejos. Quien fuera llevado, casi sin preparación ni transición alguna, desde su aposento a la cúspide de una gran montaña, tendría que experimentar algo semejante. Se sentiría casi anonadado por una inseguridad sin igual y por el verse abandonado al capricho de algo que no tiene nombre. Le parecería estar cayendo, o se creería lanzado al espacio, o bien estallando en mil pedazos. ¡Qué enorme mentira debería inventar entonces su cerebro para alcanzar a recuperar el anterior estado de sus sentidos y devolverles su serenidad! Así se transforman, para quien se vuelva solitario, todas las distancias, todas las medidas. Muchos de estos cambios se producen de un modo repentino, brusco. Y, al igual que en aquel hombre transportado a la cima de una montaña, surgen entonces aprensiones insólitas, sensaciones extrañas, que parecen rebasar todo lo humanamente soportable. Pero es necesario que también esto lo vivamos. Debemos aceptar y asumir nuestra existencia del modo más amplio posible. Todo, incluso lo inaudito, ha de ser viable en ella. Este es, en realidad, el único valor que se nos pide y exige: tener ánimo ante las cosas más extrañas, más portentosas y más inexplicables, que nos puedan acaecer.
El que los hombres hayan sido cobardes en este terreno ha causado infinito daño a la vida. Los sucesos a los que se da el nombre de “fenómenos” o de “apariciones”, el llamado “mundo espectral”, la muerte, todas esas cosas que nos son tan afines, han sido de tal modo desalojadas de la vida por el diario afán de defenderse de ellas, que los sentidos con que podríamos aprehenderlas se han atrofiado -¡y de Dios, ni hablar! Mas el miedo ante lo inexplicable no sólo ha empobrecido la existencia del individuo. También las relaciones de ser a ser han quedado cercenadas por él. Valga el símil, han sido descuajadas del cauce de un río caudaloso en posibilidades infinitas, para ser llevadas a un lugar yermo de la ribera, donde nada sucede. Pues no sólo por desidia se repiten las relaciones humanas con tan indecible monotonía y sin renovación alguna de un caso a otro, sino también por temor y recelo ante cualquier vivencia nueva y de imprevisible trascendencia, que uno cree superior a sus fuerzas. Pero sólo quien esté apercibido para todo, sólo quien no excluya nada de su existencia -ni siquiera lo que sea enigmático y misterioso- logrará sentir hondamente sus relaciones con otro ser como algo vivo. Sólo él estará en condiciones de apurar por sí mismo su propia vida. Pues en cuanto consideramos la existencia de cada individuo como una habitación mayor o menor, queda de manifiesto que los más sólo llegan a conocer apenas un rincón de su aposento. Un sitio junto a la ventana. O bien alguna estrecha faja del entarimado, que van y vienen recorriendo de un lado para otro. Así disfrutan de alguna seguridad...
Sin embargo, ¡cuánto más humana es aquella inseguridad llena de peligros, que, en los cuentos de Poe, impulsa a los cautivos a palpar las formas de sus horribles mazmorras y a familiarizarse con los indecibles terrores de su estancia! Pero nosotros no somos presos. Ni trampas, ni redes, ni lazos, se hallan aparejados en torno nuestro. Ni hay nada que deba causarnos angustia o darnos tormento. Si hemos sido puestos en medio de la vida, es por ser éste el elemento al que mejor correspondemos, al que somos más adecuados. Además, por obra de una adaptación milenaria, nos hemos vuelto tan semejantes a esa vida, que cuando permanecemos inmóviles, apenas si -merced a un feliz mimetismo- se nos puede distinguir de cuanto nos rodea. Ninguna razón tenemos para recelar y desconfiar del mundo en que vivimos. Si entraña terrores, son nuestros terrores. Si contiene abismos, estos abismos nos pertenecen. Y si en él hay peligros, debemos procurar amarlos. Con tal que cuidemos de ordenar y ajustar nuestra vida conforme a ese principio que nos aconseja atenernos siempre a lo difícil, cuanto ahora nos parece ser lo más extraño acabara por sernos lo más familiar, lo mas fiel. ¿Cómo podríamos olvidarnos de aquellos mitos antiguos que presiden el origen de todos los pueblos, esos mitos de los dragones que en el momento supremo se transforman en princesas? Quizá sean todos los dragones de nuestra vida, princesas que sólo esperan vernos alguna vez resplandecientes de belleza y valor. Quizá todo lo terrible no sea, en realidad, nada sino algo indefenso y desvalido, que nos pide auxilio y amparo...
No debe, pues, azorarse, querido señor Kappus, cuando una tristeza se alce ante usted, tan grande como nunca vista. Ni cuando alguna inquietud pase cual reflejo de luz, o como sombra de nubes sobre sus manos y por sobre todo su proceder. Ha de pensar más bien que algo acontece en usted. Que la vida no le ha olvidado. Que ella le tiene entre sus manos y no lo dejará caer. ¿Por qué quiere excluir de su vida toda inquietud, toda pena, toda tristeza, ignorando -como lo ignora- cuánto laboran y obtan en usted tales estados de ánimo? ¿Por qué quiere perseguirse a sí mismo, preguntándose de dónde podrá venir todo eso y a dónde irá a parar? ¡Bien sabe usted que se halla en continua transición y que nada desearía tanto como transformarse! Si algo de lo que en usted sucede es enfermizo, tenga en cuenta que la enfermedad es el medio por el cual un organismo se libra de algo extraño. En tal caso, no hay más que ayudarle a estar enfermo. A poseer y dominar toda su enfermedad, facilitando su erupción, pues en ello consiste su progreso. ¡En usted, querido señor Kappus, suceden ahora tantas cosas!... Debe tener paciencia como un enfermo y confianza como un convaleciente. Pues quizá sea usted lo uno y lo otro a la vez. Aun más: es usted también el médico que ha de vigilarse a sí mismo. Pero hay en toda enfermedad muchos días en que el médico nada puede hacer sino esperar. Esto, sobre todo, es lo que usted debe hacer ahora, mientras actúe como su propio médico.
No se observe demasiado a sí mismo. Ni saque prematuras conclusiones de cuanto le suceda. Deje simplemente que todo acontezca como quiera. De otra suerte, harto fácilmente incurriría en considerar con ánimo lleno de reproches a su propio pasado; que, desde luego, tiene su parte en todo cuanto ahora le ocurra. Pero lo que sigue obrando en usted como herencia de los errores y anhelos de su mocedad, no es lo que ahora recuerda y condena. Las circunstancias anormales de una infancia solitaria y desamparada son tan difíciles, tan complejas, se hallan expuestas y abandonadas a tantas influencias y, al mismo tiempo, tan desprendidas de todos los verdaderos vínculos vitales, que cuando en tales condiciones se desliza un vicio, no se le debe llamar vicio sin más ni más. ¡Hay que ser de todos modos tan cauto, tan prudente, con los nombres! ¡Es tan frecuente que toda una vida se quiebre y quede rota por el mero nombre de un crimen! No por la acción misma, personal y sin nombre, que acaso respondiere a un determinado menester de esa vida, y hubiera podido ser admitida y absorbida por ella sin esfuerzo alguno. Si el consumir tantas energías le parece grande a usted, es sólo porque exagera el valor de la victoria. No está en ella lo grande que usted cree haber realizado, si bien tiene razón en su sentir. Lo grande está en que ahí ya existió algo que usted pudo poner en lugar de aquel artificioso fraude, algo real y verdadero. Sin esto, su victoria sólo habría resultado ser una reacción moral, sin importancia ni sentido, mientras que así ha llegado a formar parte de su vida. (De una vida, querido señor Kappus, a la que yo dedico tantos pensamientos y buenos deseos). ¿Recuerda usted cómo esta vida, ya desde la misma infancia, suspiró por los “grandes”? Yo veo cómo ahora, partiendo de los grandes, anhela poder alcanzar a los más grandes. Precisamente por eso no cesa su vida de ser difícil. Pero por esta misma razón no cesará de crecer.
Si he de decirle algo más, es esto: no crea que quien ahora está tratando de aliviarlo viva descansado, sin trabajo ni pena, entre las palabras llanas y calmosas que a veces lo confortan a usted. También él tiene una vida llena de fatigas y de tristezas, que se queda muy por debajo de esas palabras. De no ser así, no habría podido hallarlas nunca...
Su

Rainer Maria Rilke
(4 de diciembre de 1875, en Praga, Bohemia, República Checa -Imperio Austrohúngaro- 29 de diciembre de 1926, en Val-Mont, Suiza)

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