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miércoles, 7 de diciembre de 2005

Paul Auster







Es una fría mañana de llovizna, once días antes del fin del siglo veinte. Estoy sentado en mi casa en Brooklyn, contento de no tener que salir a meterme en ese desapacible clima de diciembre. Puedo quedarme aquí sentado tanto tiempo como quiera, y aun si tengo que salir luego en algún momento del día, sé que más tarde podré regresar. En cuestión de minutos, estaré calentito y seco otra vez.
Soy propietario de esta casa. La compré hace siete años reuniendo a duras penas el dinero suficiente como para cubrir la quinta parte del valor total. El otro ochenta por ciento lo pedí prestado a un banco. El banco me ha dado treinta años para pagar el préstamo, y cada mes yo me siento a escribirles un cheque. Después de siete años, apenas he logrado hacer mella en el capital. El banco me cobra el servicio de mantener la hipoteca, y casi cada centavo que les he dado hasta ahora ha ido a reducir el interés que les debo. No me quejo. Estoy contento de gastar este dinero extra (más del doble del valor del préstamo) porque me da la oportunidad de vivir en esta casa. Y me gusta aquí. Especialmente en una fea mañana como ésta, no puedo pensar en ningún otro lugar en el mundo donde preferiría estar.
Me cuesta un montón de dinero vivir aquí, pero no tanto como podría parecer a primera vista. Cuando pago mis impuestos en abril, se me permite deducir la suma completa de lo que he gastado en intereses a lo largo del año. Se descuenta directamente de mis ingresos, sin que se me hagan preguntas. El gobierno federal hace esto por mí, y le estoy inmensamente agradecido. ¿Por qué no debería estarlo? Me ahorra miles de dólares cada año.
En otras palabras, acepto el bienestar social que me ofrece el gobierno. Han arreglado las cosas como para que sea posible para una persona como yo tener esta casa. Todo el mundo en el país está de acuerdo con que es una buena idea, y ni una sola vez he oído de un congresista o de un senador que diera un paso al frente para proponer que esta ley sea cambiada. En los últimos años, los programas de seguridad social para los pobres han sido completamente desmantelados, pero los subsidios para vivienda de los ricos siguen en su lugar.
La próxima vez que veas un hombre viviendo en una caja de cartón, recuerda esto.
El gobierno estimula que cada uno sea propietario de su propia casa porque es bueno para los negocios, bueno para la economía, bueno para la moral pública. Es también el sueño universal, el sueño americano en su forma más pura y esencial. Los Estados Unidos se miden a sí mismos como civilización de acuerdo a este standard, y cuando queremos demostrar cuán exitosos somos empezamos por sacar a relucir nuestras estadísticas mostrando cómo un porcentaje de nuestros ciudadanos mayor que en ningún otro lugar del mundo es propietario de su propia casa. "Anticipos para vivienda" es el término económico clave, el indicador de base de nuestra salud financiera. Cuantas más casas construyamos, más dinero haremos, y cuanto más dinero hagamos, más feliz será todo el mundo.
Y sin embargo, como todo el mundo sabe, hay millones de personas en este país que nunca poseerán una casa, que luchan cada mes tan sólo para llegar a pagar la renta. También sabemos que hay muchos otros que no llegan a pagarla y son arrojados a la calle. Los llamamos "sin techo", pero de lo que realmente estamos hablando es de gente sin dinero. Como todo lo demás en América, acaba siendo una cuestión de dinero.
Un hombre no vive en una caja de cartón porque quiera hacerlo. Quizás se encuentre mentalmente trastornado, o sea drogadicto, o alcohólico, pero no está en la caja porque sufra ninguno de estos problemas. He conocido docenas de dementes en mi vida, y muchos de ellos vivían en casas hermosas. Muéstrenme el libro en el que está escrito que un alcohólico está destinado a dormir en la vereda. Igualmente podría llevarlo por la ciudad un chofer de sombrero negro. No hay una relación de causa y efecto en esto. Vives en una caja de cartón porque no puedes permitirte vivir en ningún otro sitio.
Estos son tiempos difíciles para los pobres. Hemos entrado en un período de enorme prosperidad, pero mientras nos precipitamos por la carretera de los beneficios mayores y aún mayores, olvidamos que cantidades no declaradas de personas van cayéndose a la cuneta. La riqueza crea pobreza. Esa es la ecuación secreta de una economía de libre mercado. No nos gusta hablar del tema, pero a medida que los ricos se vuelven más ricos y se encuentran con cantidades de dinero más y más grandes para gastar, los precios van subiendo. A nadie le han dicho lo que ha pasado con el mercado inmobiliario neoyorquino en los últimos años. Los costos de vivienda se han elevado más de lo que nadie hubiera creído posible hasta hace muy poco tiempo. Ni yo mismo, orgulloso propietario que soy, sería capaz de pagar mi propia casa si tuviera que comprarla hoy en día. Para muchos otros, el aumento han significado la diferencia entre tener y no tener un lugar donde vivir. Para alguna gente, ha sido la diferencia entre la vida y la muerte.
La mala suerte puede golpear a cualquiera de nosotros en cualquier momento. No hace falta mucha imaginación para pensar en las diversas cosas que podrían fulminarnos. Cada persona vive con la idea de su propia destrucción, y hasta el más feliz y exitoso tiene algún rincón oscuro en su cerebro donde se representan historias de horror en continuado. Imaginas que tu casa arde hasta los cimientos. Imaginas que pierdes tu trabajo. Imaginas que alguien que depende de ti cae enfermo, y las facturas del médico se llevan todos tus ahorros. O te juegas los ahorros en una mala inversión o en una mala tirada de dados. La mayoría de nosotros vive a sólo un desastre de afrontar auténticas privaciones. Una serie de desastres puede arruinarnos. Hay hombres y mujeres vagabundeando por las calles de Nueva York que una vez estuvieron en posiciones de manifiesta seguridad. Tienen títulos universitarios. Han tenido empleos de responsabilidad y mantenido a sus familias. Ahora están atravesando tiempos duros y, ¿quiénes somos para pensar que semejantes cosas nunca podrían ocurrirnos?
Durante los últimos meses, un terrible debate ha estado envenenando el aire de Nueva York acerca de qué hacer con ellos. De lo que deberíamos estar hablando es de qué hacer con nosotros mismos. Es nuestra ciudad, después de todo, y lo que les pasa a ellos también nos pasa a nosotros. Los pobres no son monstruos por no tener dinero. Son gente que necesita ayuda, y a ninguno de nosotros sirve castigarlos por ser pobres. Las nuevas reglas propuestas por la administración actual, en mi opinión, no son sólo crueles sino que no tienen ningún sentido. Si ahora duermes en la calle, serás arrestado. Si vas a un refugio, tendrás que trabajar por tu cama. Si no trabajas, serás arrojado de nuevo a la calle -y allí serás arrestado otra vez. Si eres padre, y no cumples con las regulaciones laborales, tus hijos te serán quitados. La gente que defiende estas ideas proclama ser, todos ellos, devotos hombres y mujeres temerosos de Dios. ¿Por qué nadie se ha molestado en decirle a esta gente que son unos hipócritas?
Mientras tanto, se hace tarde. Varias horas han pasado desde que me he sentado en mi escritorio y empecé a escribir estas palabras. No me he movido en todo este tiempo. El calor traquetea en las tuberías, y el cuarto está templado. Afuera, el cielo está oscuro, y el viento está azotando el costado de la casa con la lluvia. No tengo respuestas, ni consejos para dar, ni sugerencias. Todo lo que pido es que pienses el clima. Y luego, si puedes, que te imagines dentro de una caja de cartón, tratando lo mejor que puedas de conservar tu calor. En un día como hoy, por ejemplo, once días antes del fin del siglo veinte, afuera en el frío y el griterío de las calles de Nueva York.


20 de diciembre de 1999

Paul Auster (EE.UU, 03-02-1947)

Extraído de: Revista Virtualia Nº 8 (Revista Digital de la Escuela de la Orientación Lacaniana -C.A.B.A)

Ref. sobre Paul Auster: El Aleph, Hotel Kafka
Página oficial: Paul Auster

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