"Paul Auster nos ha permitido publicar en este número de Virtualia, gracias a la gestión realizada por Lidia López Schavelzon, un breve artículo inédito, en el que analiza desde su lugar de ciudadano "privilegiado", el modo en que el gobierno de EE.UU. impone el American Dream, basado en las leyes de mercado del fin de siglo. Pero este es un tema constante en la obra de Paul Auster,
Para cualquiera que haya leído algunas de sus novelas, ensayos o poesías, es claro que sus personajes habitan una ciudad posmoderna de finales de los '80 y los '90, generalmente Nueva York, donde los principios del capitalismo más feroz se ven confrontados, en sus libros, a un nuevo héroe –o antihéroe, según como se mire–, que más que verse arrastrado por esa música, hace del cálculo, la renuncia, la abstinencia, la mortificación del espíritu y de los sentidos, y finalmente de su propio borramiento como sujeto de esa máquina, una forma de resistencia anónima.
Esa posición no se inscribiría exactamente en lo que Freud describió como aquel sujeto que no soporta el dinero y se empobrece una y otra vez para garantizar su estar en deuda permanente, o el que siente que otros tienen que pagar el estar él en este mundo; sino que define al que está dispuesto a "nadificarse" para introducir un hueco en el campo saturado de las mercancías en las sociedades de consumo. Pero tal vez, la austeridad, sobriedad y prudencia a la que se refiere Auster, define un espíritu de época, que seguramente no es el mismo de la Viena imperial de Freud.
Varios de sus personajes podrían ser descriptos, con sus diferentes matices y profundidades, desde esta categoría, y muchos de ellos, pasan gran parte de sus novelas, dentro de una "caja de cartón": Paul Aaron, de Leviatán, Anna Blume de El país de las últimas cosas, Marco Stanley Frogg, el chico universitario de El palacio de la luna –con su decisión de caer lentamente en la indigencia y la soledad luego de la muerte de su tío–, e incluso el propio padre de Auster en La invención de la soledad. Pero el ejemplo más cabal de la "nadificación" a la que hacía referencia, es el de Daniel Quinn, de La ciudad de cristal, la primera novela de La trilogía de Nueva York, un escritor prestigioso, que luego de perder a su mujer e hijo, se encierra en su departamento de Brooklin a escribir, usando un seudónimo, novelas de detectives, sin salirse deliberadamente, del corsét de ese género popular, que sólo le aporta el dinero necesario para su subsistencia. Pero a partir de un llamado telefónico de un desconocido, que confundiéndolo con un detective privado, le encarga un caso, Quinn, sin pedir más explicaciones, asume el papel que le han dado, pasando por diferentes momentos, convirtiéndose casi al final, en un vagabundo que vive en una calle sin salida. Auster escribe: "…Quinn aprendió que comer no era necesariamente la solución al problema de la alimentación. Una comida no era más que una frágil defensa contra la inevitabilidad de la siguiente comida […] el mayor peligro, por lo tanto, era comer demasiado. Si tomaba más de lo que debía, aumentaba su apetito para la siguiente comida, y en consecuencia necesitaba más alimento para satisfacerse. Manteniendo una estrecha y constante vigilancia sobre sí mismo, Quinn pudo invertir el proceso gradualmente […] En el mejor de todos los mundos, tal vez habría podido aproximarse al cero absoluto, pero no quería ser excesivamente ambicioso […] Prefirió conservar el ayuno absoluto en su mente como un ideal, un estado de perfección al que podía aspirar pero nunca conseguir …".
En sus historias, los personajes principales, por alguna circunstancia fortuita, han sufrido una pérdida fundamental en sus vidas, ocasionando una seria ruptura de lazos sociales, que en muchos casos se va profundizando a lo largo de la novela. En La ciudad de cristal, la mujer e hijo del protagonista han muerto; en El palacio de la luna, se cuenta la historia de un huérfano extraviado en las contingencias de Nueva York; en La música del azar, el bombero Jim Nashe es abandonado por su mujer, por lo que decide dejar a su hija al cuidado de su hermana, y dedicarse a vagar por las rutas; en Smoke, Paul Sachs es el escritor que también ha perdido a su mujer, y se ve envuelto en una historia que relata los devenires del encuentro entre un padre y su hijo; en Mr. Vértigo, nuevamente otro huérfano, al que el maestro Yehudi intenta convencer que debe irse con él, diciéndole que "no es mejor que un animal, un pedazo de nada humana".
En El país de las últimas cosas, la pérdida de los lazos sociales que recorre la vida de todos sus personajes es llevada a cabo en el marco de una intensificación paroxística de la atmósfera de Nueva York. Anna Blume lo describe de este modo: "Me muevo, respiro el aire que se me concede y como lo menos posible…". "Hay que acostumbrarse a sobrevivir sólo con lo indispensable. Si uno espera poco, se conforma con poco, y cuanto menos necesite, mejor se sentirá. Esto es lo que la ciudad le hace a uno, le vuelve los pensamientos del revés. Le infunde ganas de vivir y, al mismo tiempo, intenta quitarle la vida" […] "Es posible acostumbrarse tanto a no comer, que uno puede llegar a prescindir totalmente de la comida. La situación es mucho peor para aquellos que luchan contra el hambre, ya que pensar demasiado en comer sólo puede ocasionar problemas. Son los que están obsesionados, los que se niegan a aceptar los hechos […]; comen sin llenarse nunca, abalanzándose sobre la comida con una urgencia animal […] Casi todo lo que comen se escurre, baboso, hacia la barbilla, y aquello que logran tragar, suelen vomitarlo pocos minutos después. Es una muerte lenta, como si la comida fuera un fuego, una locura, abrasándolos desde el interior. Piensan que comen para sobrevivir pero, en realidad, son ellos los que acaban siendo devorados"; "…uno no debería reírse, por ejemplo, ni permitir que el hambre lo consuma, nada de estallidos emocionales, ni de suspiros imprevistos…". Indudablemente asoman aquí los fantasmas reguladores de la bulimia y la anorexia, pero no es sólo eso, ya que va más acá y más allá de lo oral. ¿Qué es lo que la anoréxica sostiene con su inanición? Al sujeto que bajo el imperativo del consumo, se consume.
Anna insiste: "Lo principal es no acostumbrarse, porque los hábitos son nocivos: incluso la centésima vez que te topas con una cosa, debes hacerlo como si no la conocieras de antes". Pero en un nuevo cruce con otra de sus obras, Auster escribe: "El hábito es el mayor insensibilizador", refiriéndose a una anécdota acerca de su padre, que evidentemente lo ha dejado marcado: "Siempre fue un hombre de rutina […] Una vez, durante nuestra primera semana en la casa nueva, antes de que nos estableciéramos del todo, cometió un curioso error. En lugar de conducir hacia la casa nueva a la salida del trabajo, se dirigió a la vieja tal como había hecho durante años; aparcó su coche en el camino, entró en la casa por la puerta trasera, subió las escaleras, se metió en el dormitorio y se acostó a dormir. Durmió [su acostumbrada siesta] durante una hora, y como es obvio, cuando la nueva dueña de la casa volvió […], se sorprendió mucho. […] El recuerdo de aquel incidente todavía me hace gracia, y sin embargo, no puedo dejar de considerar esta historia como un hecho patético. Una cosa es que un hombre vuelva por error a su propia casa, pero otra muy distinta es que no note que todo ha cambiado en su interior".
Pero vayamos ahora a Frogg, el joven de El palacio de la luna, que termina como un homeless en el Central Park de Nueva York, y comienza su relato diciendo: "Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo".
Ya en La invención de la soledad, de 1974, anterior a los libros ya citados, la escritura de duelo por la pérdida del padre, no escapa a esa misma maquinaria, privilegiando en el relato de su vida, el hecho de que era "incapaz de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una idea o una persona, y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la vida, para evitar sumergirse en el torbellino de las cosas". Casualmente, la primer parte de este libro se titula: "El retrato de un hombre invisible", donde también sostiene que "Aprendió a no desear nada con demasiado empeño." "Cada objeto era concebido sólo en términos de su función, juzgado sólo por lo que costaba, nunca como algo intrínseco con sus propias cualidades especiales. Supongo […] –continúa– que esa actitud debe de haberle hecho observar el mundo como un lugar aburrido, uniforme, descolorido, sin dimensiones". Tal vez es aquí donde la anécdota ya comentada adquiere cierto sentido.
Pero volvamos al escritor extraviado de la La ciudad de cristal, y su objeto de estudio. Lo que primero parece ser una aventura detectivesca como aquellas que el propio Quinn escribe, se convierte en realidad en una nueva vuelta de tuerca hacia la anhelada rigurosidad de la escritura. El objeto de esta investigación es un tal Stillman, un hombre detenido ante la arbitrariedad del lenguaje, al cual el protagonista comienza a perseguir, para finalmente ya no ser ni siquiera un escritor anónimo de géneros bajos, sino un ex escritor arrojado fuera de su estudio, y sin saber que hacer con las palabras. Cito al propio Stillman: "…estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje…". "Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo […]." "Es crucial… convertirnos en los amos de las palabras que decimos, hacer que el lenguaje responda a nuestras necesidades…". Intento desesperado que lo hace recorrer las calles de Nueva York buscando aquellos restos abandonados que han perdido su utilidad, para ponerles un nuevo nombre, y así crear un nuevo lenguaje que borre la distancia entre el nombre y la cosa.
Es llamativo que en la época de mayor auge de la imagen, de las apariencias y de la emancipación yoica, donde el amo capitalista introduce una medida sin medida, Auster nos muestra estos personajes, en cierto sentido tan humanizados y actuales, donde pulsión y cálculo van de la mano.
Los libros de Auster son catalogados por los críticos como "posmodernos", aquella corriente escéptica que se manifiesta en el presente como una crisis de la modernidad. Ya Freud enfrentó a los preceptos propios de lo moderno, que propugnaban por un proyecto emancipador, con los conceptos de trauma, compulsión a la repetición, más allá del principio del placer, permanencia del resto, indestructibilidad de la huella y retorno del trabajo de la pulsión.
Tanto en "El momento crucial", un ensayo sobre la vida de un escritor que culminó su vida como un andrajoso vagabundo, también por las calles de Nueva York, como en La invención de la soledad, escritos en la misma época, y ambos anteriores a las novelas que le dieron su fama, podemos vislumbrar los temas que surcarán toda su obra:
* la invisibilidad y anonimato en la ciudad, como fin en sí mismo;
* la abstinencia de necesidades vitales y materiales;
* la austeridad y parquedad de sentimientos y emociones;
* y la ruptura de los lazos sociales, que sumerge al protagonista en una "nadificación" muchas veces irreparable. Sin duda, en este breve artículo, "Reflexiones sobre una caja de cartón", Paul Auster nos muestra al mismo Auster de la ficción. Inmerso en los mismos temas, y brindando su visión acerca de lo que el capitalismo produce como desecho, como aquello que no puede ingresar en la máquina, aquello que queda fuera de la oferta que el mercado brinda al hombre de hoy. "
Para cualquiera que haya leído algunas de sus novelas, ensayos o poesías, es claro que sus personajes habitan una ciudad posmoderna de finales de los '80 y los '90, generalmente Nueva York, donde los principios del capitalismo más feroz se ven confrontados, en sus libros, a un nuevo héroe –o antihéroe, según como se mire–, que más que verse arrastrado por esa música, hace del cálculo, la renuncia, la abstinencia, la mortificación del espíritu y de los sentidos, y finalmente de su propio borramiento como sujeto de esa máquina, una forma de resistencia anónima.
Esa posición no se inscribiría exactamente en lo que Freud describió como aquel sujeto que no soporta el dinero y se empobrece una y otra vez para garantizar su estar en deuda permanente, o el que siente que otros tienen que pagar el estar él en este mundo; sino que define al que está dispuesto a "nadificarse" para introducir un hueco en el campo saturado de las mercancías en las sociedades de consumo. Pero tal vez, la austeridad, sobriedad y prudencia a la que se refiere Auster, define un espíritu de época, que seguramente no es el mismo de la Viena imperial de Freud.
Varios de sus personajes podrían ser descriptos, con sus diferentes matices y profundidades, desde esta categoría, y muchos de ellos, pasan gran parte de sus novelas, dentro de una "caja de cartón": Paul Aaron, de Leviatán, Anna Blume de El país de las últimas cosas, Marco Stanley Frogg, el chico universitario de El palacio de la luna –con su decisión de caer lentamente en la indigencia y la soledad luego de la muerte de su tío–, e incluso el propio padre de Auster en La invención de la soledad. Pero el ejemplo más cabal de la "nadificación" a la que hacía referencia, es el de Daniel Quinn, de La ciudad de cristal, la primera novela de La trilogía de Nueva York, un escritor prestigioso, que luego de perder a su mujer e hijo, se encierra en su departamento de Brooklin a escribir, usando un seudónimo, novelas de detectives, sin salirse deliberadamente, del corsét de ese género popular, que sólo le aporta el dinero necesario para su subsistencia. Pero a partir de un llamado telefónico de un desconocido, que confundiéndolo con un detective privado, le encarga un caso, Quinn, sin pedir más explicaciones, asume el papel que le han dado, pasando por diferentes momentos, convirtiéndose casi al final, en un vagabundo que vive en una calle sin salida. Auster escribe: "…Quinn aprendió que comer no era necesariamente la solución al problema de la alimentación. Una comida no era más que una frágil defensa contra la inevitabilidad de la siguiente comida […] el mayor peligro, por lo tanto, era comer demasiado. Si tomaba más de lo que debía, aumentaba su apetito para la siguiente comida, y en consecuencia necesitaba más alimento para satisfacerse. Manteniendo una estrecha y constante vigilancia sobre sí mismo, Quinn pudo invertir el proceso gradualmente […] En el mejor de todos los mundos, tal vez habría podido aproximarse al cero absoluto, pero no quería ser excesivamente ambicioso […] Prefirió conservar el ayuno absoluto en su mente como un ideal, un estado de perfección al que podía aspirar pero nunca conseguir …".
En sus historias, los personajes principales, por alguna circunstancia fortuita, han sufrido una pérdida fundamental en sus vidas, ocasionando una seria ruptura de lazos sociales, que en muchos casos se va profundizando a lo largo de la novela. En La ciudad de cristal, la mujer e hijo del protagonista han muerto; en El palacio de la luna, se cuenta la historia de un huérfano extraviado en las contingencias de Nueva York; en La música del azar, el bombero Jim Nashe es abandonado por su mujer, por lo que decide dejar a su hija al cuidado de su hermana, y dedicarse a vagar por las rutas; en Smoke, Paul Sachs es el escritor que también ha perdido a su mujer, y se ve envuelto en una historia que relata los devenires del encuentro entre un padre y su hijo; en Mr. Vértigo, nuevamente otro huérfano, al que el maestro Yehudi intenta convencer que debe irse con él, diciéndole que "no es mejor que un animal, un pedazo de nada humana".
En El país de las últimas cosas, la pérdida de los lazos sociales que recorre la vida de todos sus personajes es llevada a cabo en el marco de una intensificación paroxística de la atmósfera de Nueva York. Anna Blume lo describe de este modo: "Me muevo, respiro el aire que se me concede y como lo menos posible…". "Hay que acostumbrarse a sobrevivir sólo con lo indispensable. Si uno espera poco, se conforma con poco, y cuanto menos necesite, mejor se sentirá. Esto es lo que la ciudad le hace a uno, le vuelve los pensamientos del revés. Le infunde ganas de vivir y, al mismo tiempo, intenta quitarle la vida" […] "Es posible acostumbrarse tanto a no comer, que uno puede llegar a prescindir totalmente de la comida. La situación es mucho peor para aquellos que luchan contra el hambre, ya que pensar demasiado en comer sólo puede ocasionar problemas. Son los que están obsesionados, los que se niegan a aceptar los hechos […]; comen sin llenarse nunca, abalanzándose sobre la comida con una urgencia animal […] Casi todo lo que comen se escurre, baboso, hacia la barbilla, y aquello que logran tragar, suelen vomitarlo pocos minutos después. Es una muerte lenta, como si la comida fuera un fuego, una locura, abrasándolos desde el interior. Piensan que comen para sobrevivir pero, en realidad, son ellos los que acaban siendo devorados"; "…uno no debería reírse, por ejemplo, ni permitir que el hambre lo consuma, nada de estallidos emocionales, ni de suspiros imprevistos…". Indudablemente asoman aquí los fantasmas reguladores de la bulimia y la anorexia, pero no es sólo eso, ya que va más acá y más allá de lo oral. ¿Qué es lo que la anoréxica sostiene con su inanición? Al sujeto que bajo el imperativo del consumo, se consume.
Anna insiste: "Lo principal es no acostumbrarse, porque los hábitos son nocivos: incluso la centésima vez que te topas con una cosa, debes hacerlo como si no la conocieras de antes". Pero en un nuevo cruce con otra de sus obras, Auster escribe: "El hábito es el mayor insensibilizador", refiriéndose a una anécdota acerca de su padre, que evidentemente lo ha dejado marcado: "Siempre fue un hombre de rutina […] Una vez, durante nuestra primera semana en la casa nueva, antes de que nos estableciéramos del todo, cometió un curioso error. En lugar de conducir hacia la casa nueva a la salida del trabajo, se dirigió a la vieja tal como había hecho durante años; aparcó su coche en el camino, entró en la casa por la puerta trasera, subió las escaleras, se metió en el dormitorio y se acostó a dormir. Durmió [su acostumbrada siesta] durante una hora, y como es obvio, cuando la nueva dueña de la casa volvió […], se sorprendió mucho. […] El recuerdo de aquel incidente todavía me hace gracia, y sin embargo, no puedo dejar de considerar esta historia como un hecho patético. Una cosa es que un hombre vuelva por error a su propia casa, pero otra muy distinta es que no note que todo ha cambiado en su interior".
Pero vayamos ahora a Frogg, el joven de El palacio de la luna, que termina como un homeless en el Central Park de Nueva York, y comienza su relato diciendo: "Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo".
Ya en La invención de la soledad, de 1974, anterior a los libros ya citados, la escritura de duelo por la pérdida del padre, no escapa a esa misma maquinaria, privilegiando en el relato de su vida, el hecho de que era "incapaz de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una idea o una persona, y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la vida, para evitar sumergirse en el torbellino de las cosas". Casualmente, la primer parte de este libro se titula: "El retrato de un hombre invisible", donde también sostiene que "Aprendió a no desear nada con demasiado empeño." "Cada objeto era concebido sólo en términos de su función, juzgado sólo por lo que costaba, nunca como algo intrínseco con sus propias cualidades especiales. Supongo […] –continúa– que esa actitud debe de haberle hecho observar el mundo como un lugar aburrido, uniforme, descolorido, sin dimensiones". Tal vez es aquí donde la anécdota ya comentada adquiere cierto sentido.
Pero volvamos al escritor extraviado de la La ciudad de cristal, y su objeto de estudio. Lo que primero parece ser una aventura detectivesca como aquellas que el propio Quinn escribe, se convierte en realidad en una nueva vuelta de tuerca hacia la anhelada rigurosidad de la escritura. El objeto de esta investigación es un tal Stillman, un hombre detenido ante la arbitrariedad del lenguaje, al cual el protagonista comienza a perseguir, para finalmente ya no ser ni siquiera un escritor anónimo de géneros bajos, sino un ex escritor arrojado fuera de su estudio, y sin saber que hacer con las palabras. Cito al propio Stillman: "…estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje…". "Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo […]." "Es crucial… convertirnos en los amos de las palabras que decimos, hacer que el lenguaje responda a nuestras necesidades…". Intento desesperado que lo hace recorrer las calles de Nueva York buscando aquellos restos abandonados que han perdido su utilidad, para ponerles un nuevo nombre, y así crear un nuevo lenguaje que borre la distancia entre el nombre y la cosa.
Es llamativo que en la época de mayor auge de la imagen, de las apariencias y de la emancipación yoica, donde el amo capitalista introduce una medida sin medida, Auster nos muestra estos personajes, en cierto sentido tan humanizados y actuales, donde pulsión y cálculo van de la mano.
Los libros de Auster son catalogados por los críticos como "posmodernos", aquella corriente escéptica que se manifiesta en el presente como una crisis de la modernidad. Ya Freud enfrentó a los preceptos propios de lo moderno, que propugnaban por un proyecto emancipador, con los conceptos de trauma, compulsión a la repetición, más allá del principio del placer, permanencia del resto, indestructibilidad de la huella y retorno del trabajo de la pulsión.
Tanto en "El momento crucial", un ensayo sobre la vida de un escritor que culminó su vida como un andrajoso vagabundo, también por las calles de Nueva York, como en La invención de la soledad, escritos en la misma época, y ambos anteriores a las novelas que le dieron su fama, podemos vislumbrar los temas que surcarán toda su obra:
* la invisibilidad y anonimato en la ciudad, como fin en sí mismo;
* la abstinencia de necesidades vitales y materiales;
* la austeridad y parquedad de sentimientos y emociones;
* y la ruptura de los lazos sociales, que sumerge al protagonista en una "nadificación" muchas veces irreparable. Sin duda, en este breve artículo, "Reflexiones sobre una caja de cartón", Paul Auster nos muestra al mismo Auster de la ficción. Inmerso en los mismos temas, y brindando su visión acerca de lo que el capitalismo produce como desecho, como aquello que no puede ingresar en la máquina, aquello que queda fuera de la oferta que el mercado brinda al hombre de hoy. "
Extraído de:
Revista digital de la Escuela de Orientación Lacaniana VIRTUALIA Nº 8 Junio-Julio 2003
siempre digo que Auster es el Cortázar yanqui. saludos. paloma
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