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sábado, 12 de abril de 2008

No hace mucho tiempo, rodó ante mis oídos la siguiente interrogación: ¿qué cuento era aquel queCuentos de Las Mil y Una Noches de niña insistía en repetir sea en leer o que me contaran? Y en mí, no se abrió fácilmente aquel recuerdo pero sí otro acompañada de la cercanía en mi lectura del cuento de Clarice Lispector “Felicidad clandestina”; uno de mis primeros libros de mi infancia de aquella colección Robin Hood fue: “Cuentos de las mil y una noches”, ejemplar que todavía conservo y que a causa de esta rememoración, volví a hojear y como Lispector, aquella experiencia me volvió a arrojar no sé si a aquella niña que fui, sino a la pasión despertada entonces por unas palabras en un papel y desde entonces, descubrir una dimensión de la que ya no habría forma de salir… sino la de entrar, de adentrarse en un nuevo libro, cada vez. Placer y asombro, excitación e imaginación, que también estuvieron contenidos en la lectura de aquel libro y que mi memoria adjudica como regalo recibido de mi padre, cuyas lecturas sólo se internaban y se internan, en la de diarios, y sin embargo, capaz de donarme ese gesto a mí… o por lo menos, la “invención de mis recuerdos” instala en él este regalo tan singular e inaugural. La invención de la Soledad. Paul Auster. Ed. Anagrama
Libro que nuevamente el azar trajo a la cita por medio de Paul Auster en la segunda parte de “La invención de la soledad”, en “El libro de la memoria”, donde vuelve a situarse a mi vida, que se trata nada más ni nada menos que de “…historias de vida o muerte.” y de la función del cuento, de la escritura, de la oralidad y la narración, como intentos de hacer lazo con otros aun desde esa particular soledad que es el acto de lectura.
Alguna vez la historia comenzó así, en aquella niñez (que cito un fragmento) y a continuación agrego aquel texto de Paul Auster que se hizo rima muchos años después con aquella lectura de mi infancia (y a quien lea esta entrada, ¿qué recuerdo de aquellas lecturas infantiles despertará?...):

Cuentos de Las Mil y Una Noches (fragmento):

Scherezada


Las crónicas de los antiguos reyes de Persia nos hablan de cierto monarca de aquella poderosa familia que llegó a ser el más excelente gobernante de su época. Tanto era el amor que inspiraba a sus súbditos por su sabiduría y prudencia como el temor que le tenían los reyes vecinos en razón de su valor para la guerra y su bien disciplinado ejército. Tuvo dos hijos, y el mayor, Shariar, digno heredero de su padre y adornado con todas las virtudes de éste, lo sucedió en el trono.
Pero cierto día en que Shariar había organizado una gran partida de caza, en un lugar vecino de la capital donde los ciervos abundaban, se enteró a su regreso de que la Sultana había estado conspirando contra él con un grupo de cortesanos.
Las pruebas eran indudables, y al conocerlas el Sultán se dejó arrastrar a un acceso de ira sin freno.
Al instante ordenó la ejecución de la Sultana y sus cómplices, y luego de tan rigurosa medida, convencido a su modo de que no existía mujer alguna en quien pudiera confiarse, concibió un recurso para impedir la deslealtad de otra esposa futura. Y era el casarse con una mujer cada día, y hacerla estrangular al siguiente.
Habiéndose impuesto a sí mismo una ley tan cruel, y jurado aplicarla sin debilidades, informó de su juramento al Gran Visir y le ordenó que le consiguiera cada día una nueva esposa. Con toda repugnancia y resistencia que el funcionario pudiera sentir, estaba obligado por ciega obediencia al Sultán su amo, y no encontró valor para negarse. Y de esa manera comenzaron a sucederse cada día una doncella que contraía matrimonio y otra que iba a la muerte.
El rumor de una atrocidad tan incomparable causó general consternación en la ciudad, donde en adelante ya no se oyó más que llanto e imprecaciones contra el Sultán que hasta entonces recibiera tantas bendiciones y alabanzas de sus súbditos.
El Gran Visir, ejecutor, aunque de mala gana, de aquella iniquidad, tenía dos hijas, llamada la mayor Scherezada y Dinarzada la segunda. Esta era una maravillosa muchacha, pero Scherezada poseía valor, ingenio y perspicacia infinitamente por encima de lo común en su sexo. Había leído mucho, y con su admirable memoria no olvidaba nada de lo leído. Se había dedicado con éxito al estudio de la filosofía, la medicina, la historia y las bellas artes, y su poesía superaba a las composiciones de los mejores poetas de su tiempo. Por otra parte era de perfecta belleza, y excepcionalmente virtuosa.
El Visir amaba con devoción a esta hija, tan merecedora de su afecto. Un día, mientras ambos conversaban, ella le dijo:
- Padre, quiero pedirte un favor, y te suplico muy humildemente que me lo concedas.
- No te lo negaré – repuso el Visir-, con tal que sea justo y razonable.
- Podrás juzgar, padre – siguió diciendo la muchacha-, por el motivo que me impulsa. Quiero detener esa atrocidad que comete el Sultán contra las familias de esta ciudad. Me he propuesto disipar el temor que sienten tantas madres de perder a sus hijas de tan horrible modo.
- Tu propósito, hija mía, es muy loable, pero no veo cómo podrás remediar ese mal. ¿Cuál es tu proyecto?
- Padre, ya que el Sultán se vale de ti para concertar un nuevo matrimonio cada día, te ruego que me procures el honor de su mano.
El Visir escuchó con horror aquellas palabras.
- ¡Oh, cielos! – exclamó en un arranque -. ¿Has perdido el juicio, hija mía, para formular una petición tan peligrosa?
- Querido padre – replicó la joven -, sé muy bien el riesgo que corro, pero no por eso he de echarme atrás. Si muero, no será sin gloria, y en el caso de lograr el éxito habré hecho a mi patria un gran servicio.
- No, no imagines siquiera que he de consentir. Si no temes la muerte, teme al menos el cargar sobre mí un dolor tan insoportable.
- Una vez más, padre – insistió Schrerezada – concédeme el favor que te pido. Además perdóname por expresarte que tu oposición será vana: si tu afecto paterno te impide concederme lo que te solicito, iré yo misma a ofrecerme al Sultán.
Por fin, vencido por la obstinación de su hija, el padre cedió. Angustiado en extremo, y viendo inútil todo intento de apartar a la joven de aquella fatal resolución, se dirigió a la presencia del Sultán a concertar con él el próximo desposorio de Scherezada.
Al monarca le sorprendió extremadamente el sacrificio que se proponía su Gran Visir.
- ¿Cómo has podido resolverte a traerme a tu propia hija?- inquirió.
- Señor – respondió el funcionario -, es ella misma quien me lo ha propuesto. El triste destino que le espera no puede amedrentarla. Schrezada prefiere el honor de ser tu esposa por tan breve tiempo, a su misma vida.
- Pues no te equivoques, Visir. Mañana, cuando entregue a Schrezada, será para que te ocupes de su muerte. Y si desobedeces me responderás con tu cabeza.
Cuando el Gran Visir volvió a reunirse con Schrezada, la muchacha le dio las gracias. Y al ver que el viejo estaba agobiado por la pena, le prometió que nunca tendría que arrepentirse de haberla casado con el Sultán, sino que tendría todos los motivos del mundo para alegrarse hasta el fin de sus días.
Luego se dedicó a prepararse y embellecerse para comparecer ante el Sultán. Y antes de partir llamó aparte a su hermana Dinarzada y le dijo:
- Querida hermana, voy a necesitar de tu ayuda en un asunto de la mayor importancia; no me la niegues. Mi padre va a conducirme ante el Sultán. No te alarmes, sino escúchame con paciencia. En cuanto él me reciba le pediré que te permita venir a verme por la mañana temprano, para que pueda yo estar en tu compañía una hora o dos antes de despedirme y marchar a la muerte. Si obtengo ese favor, como lo espero, te ruego que poco después de llegar me hables de ésta o semejante manera: “Hermana mía, antes de despedirnos, que será muy pronto, quisiera que me contaras una de aquellas entretenidas historias que sabes y de las que tantas me has relatado.” Yo te contaré una en seguida, y espero por ese medio librar a la ciudad de la consternación en que se encuentra.
El Gran Visir condujo a Scherezada al palacio, y se retiró después de haberla presentado al Sultán.
La mañana del día siguiente, muy temprano, Dinarzada llegó a su vez al palacio, como se lo había prometido a su hermana, y se enteró de que el Sultán había acordado el favor pedido por Scherezada.
- Querida hermana – dijo-: antes de despedirnos, te suplico que me relates una de aquellas tan agradables historias que has leído. Por desgracia será la última vez que pueda gozar de ese placer.
En lugar de responderle, Schrezada se dirigió al Sultán:
- Señor, ¿querrás permitirme que conceda esa satisfacción a mi hermana?
- De todo corazón – respondió el Sultán.
Schrezada hizo señas a su hermana de que escuchara y luego, dirigiéndose al Sultán, comenzó como sigue: (el primer cuento se trata de El pescador y el genio).


* * * * * * *


En la segunda parte de La invención de la soledad, El libro de la memoria, Auster escribe:

“La invención de la soledad. O historias de vida o muerte.
La historia comienza al final. Hablar o morir. Y mientras uno siga hablando, no morirá. La historia comienza con la muerte.” (Aquí comienza a desgranar el encuentro entre el Sultán y Scherezada).

“Comienza a despuntar el alba y en la mitad de la primera historia dentro de otra historia, Schrezada se queda callada: “Esto no es nada en comparación con lo que te contaré mañana por la noche – le dice -, si me dejas vivir”. Y el rey se dice a sí mismo: “Por Alá que no la mataré hasta que escuche el resto del cuento.” La joven continúa así durante tres noches, dejando los cuentos inconclusos y haciendo referencias a la historia del día siguiente, donde ha acabado el primer ciclo de cuentos y donde comienza uno nuevo. En realidad, es cuestión de vida y muerte.”

“Ya se vislumbra un paralelismo con la situación de Schrezade, ya que ella también pretende retrasar su ejecución. Sembrando aquella idea en la mente del rey, defiende su caso, aunque de tal forma que el rey no lo sospecha; pues ésta es la función del cuento: hacer que un hombre vea una cosa antes sus ojos, mientras se le enseña otra distinta.”

“Un cuento, sin embargo, al no ser un argumento lógico, rompe esos muros; da por sentada la existencia de otros y hace que el que escucha se ponga en contacto con ellos, al menos en sus pensamientos.”

“Al final de esta crónica, cuento tras cuento, se obtiene un resultado concreto que da lugar a la inmutable solemnidad de un milagro. Scherezade le da tres hijos al rey y otra vez la lección se vuelve clara. Una voz que habla, la voz de una mujer, contando cuentos de vida y muerte y del poder de dar vida:
“-¿Puedo pedirte un favor, majestad?
-Pídelo, oh Scherezade – respondió él-, y te será concedido.
-Traedme a mis hijos – les dijo ella entonces a las criadas y los eunucos.
Se los trajeron de inmediato, y eran tres niños varones; uno caminaba, otro andaba a gatas y otro aun mamaba del pecho. Ella los cogió y poniéndolos frente al rey, besó el suelo y dijo:
- ¡Oh, rey de todos los tiempos, éstos son tus hijos! Te ruego que me perdones la vida, por el bien de estos niños.
Cuando el rey oyó esas palabras, comenzó a llorar. Abrazó a los pequeños entre sus brazos y declaró su amor por Scherezade.”

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Extraídos de:
Cuentos de Las Mil y Una Noches, Ed. Acme S.A.C.I., Buenos Aires, 1º Reimp. 1977. (Versión castellana: Lisardo Alonso – Colección Robin Hood)

Auster, Paul (EE.UU, 1943): La invención de la soledad, Ed. Anagrama, Barcelona, 1994. (Traducción: María Eugenia Ciocchini)


Entrada relacionada con ésta: Juan Gelman. Voluntades (sobre Las Mil y Una Noches)


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