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lunes, 8 de octubre de 2007

El don de la ternura Raymond Carver

Tarde en la noche comenzó a nevar.
Los copos húmedos caían
más allá del cristal de las ventanas,
surcando el aire frío
ocultaban el resplandor de la ciudad.
Observamos un rato la tormenta
sorprendidos, felices, satisfechos
de estar allí y no en otro sitio.
Puse un leño en el hogar,
me pediste que regulara
el tiro de la chimenea.
Nos metimos en la cama.
Cerré mis ojos, de inmediato,
pero
por razones que desconozco
antes de dormirme
el aeropuerto de Buenos Aires
atravesó mi memoria.
Recordé esa tarde,
la temprana oscuridad, las sombras.
Reconstruí la escena:
volvió a mí ese paisaje desolado
donde flotaba un silencio sepulcral
interrumpido únicamente por el rugido
de las turbinas del avión que carreteaba
lentamente bajo una lluvia de granizo,
tan fin que lo confundimos con nieve.
En las ventanas de los edificios no había luz.
Un lugar realmente solitario.
Sólo pasillos abandonados, hangares vacíos.
No vimos una sola persona.
“Es como si todo estuviera de luto”,
fue tu comentario.

Abrí mis ojos.
El ritmo de tu respiración
me dijo que estabas profundamente dormida.
Te cubrí el cuerpo con uno de mis brazos.
Mis evocaciones
me trasladaron de la Argentina
a un departamento en el que pasé
un tiempo de mi vida, en Palo Alto.
No nieva en esa ciudad,
pero el departamento disponía
de un ventanal amplio desde donde
podríamos haber mirado por horas
la autopista que rodea la bahía.
La heladera estaba al lado de la cama.
Las noches calurosas, sofocantes,
cuando me despertaba con la garganta seca
sólo tenía que estirar el brazo,
abrir la puerta y dejarme guiar
por la luz interior
hasta el botellón con agua refrescante.
En el baño un pequeño calentador eléctrico
descansaba cerca del lavatorio.
Todas las mañanas mientras me afeitaba
calentaba agua en una vieja sartén,
el frasco de café instantáneo,
siempre a mano, en el botiquín.

Una mañana me senté en la cama
vestido, recién afeitado,
bebiendo sorbos de café caliente
intentando olvidar planes,
proyectos, todas esas cosas
que había decidido realizar.
Finalmente disqué el número
de Jim Houston que vive en Santa Cruz,
le pedí prestados 75 dólares.
Me contestó que estaba sin fondos.
Su mujer estaba en México por unos días.
Él ya no tenía dinero
no llegaba a fin de semana.
“Está bien,” le dije. “Te entiendo.”
Y así era,
no necesité explicaciones.
Hablamos un poco más y cortamos.
Terminé el café cuando el avión
comenzaba a elevarse
y yo desde la ventanilla miraba
por última vez las luces de Buenos Aires.
Después cerré los ojos
iniciando el largo regreso.

Esta mañana hay nieve por todos lados.
Hablamos sobre la tormenta.
Me comentás que no dormiste bien.
Te digo que yo tampoco.
Tuviste una noche terrible. “Yo también.”
Estamos tranquilos el uno con el otro,
nos asistimos tiernamente
como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo,
las mutuas inseguridades.
Creemos adivinar los sentimientos del otro,
no podemos, por supuesto, nunca podremos.
No tiene importancia.
En realidad es la ternura la que me interesa.
Ese es el don que me conmueve, que me sostiene,
esta mañana, igual que todas las mañanas.


Raymond Carver
(EE.UU 1939-1988)
Poema perteneciente a Fires: recopilación de poemas, ensayos, cuentos.
Traducción: Esteban Moore
Extraído de Revista Zona Erógena, Pub. Universitaria.

Invierno’91. Nº 6


Otros enlaces sobre Carver en: El poder de la palabra, Maruska

3 comentarios:

  1. mi dio! ni noticias de que el carver, además, escribiera poemas, y me fascinó!
    sigo chusmeando....
    mariño

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  2. Susana que buen gusto tenes, pues no elegis cualquier autor para leer, muy bueno, lei tu perfil vi que te gusta Liliana Herrero, la vi por primera vez el otro dia en el ND. es estremecedor oirla cantar en vivo, es una experiencia unica.
    Saludos

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  3. Quedé así, Su, medio tonta.
    ¡Qué buena elección! Maravillosas letras.

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